En nombre de la seguridad nacional o en busca de rédito económico, la actividad de los ciudadanos en la Red se ha convertido en un bien transable, en colisión con el derecho a la privacidad, que en el país permanece en un vacío legal.
Por Lorena Oliva | LA NACION
Como si se tratara de incidentes lejanos, tan lejanos que se nos vuelven ajenos, las filtraciones de espionaje internacional -como el de WikiLeaks o, más recientemente, las revelaciones de Edward Snowden sobre los programas de vigilancia generalizados en los Estados Unidos- no escandalizan ni mucho menos preocupan a la opinión pública argentina.
Lo cierto es que, lejos de tratarse de una trama de ficción, la vigilancia entre gobiernos e, incluso, desde el Estado hacia sus ciudadanos, es una práctica extendida en sociedades modernas como la nuestra. Y no sólo por los gobiernos, que suelen ampararse en supuestas necesidades de seguridad nacional, sino también por empresas privadas que los utilizan con fines comerciales.
Ejemplos sobran. Desde la información personal que debe suministrarse para obtener la tarjeta SUBE -que, por otra parte, proporciona al Gobierno información acerca de nuestros desplazamientos-, pasando por la cada vez más creciente bancarización online, o por la cantidad de información que ingenuamente brindamos para participar de sorteos u obtener tarjetas de descuento en el supermercado.
«La protección de los datos personales se convirtió en un bien transable en las sociedades modernas. Si bien decimos que nos preocupa la invasión a la privacidad, permanentemente transaccionamos nuestro espacio personal. Y a veces, apenas por monedas. Lo canjeamos por puntos para comprarnos una tostadora», se lamenta Enrique Chaparro, presidente de la Fundación Vía Libre que, junto con la Asociación por los Derechos Civiles (ADC) y Flacso, organizó la semana pasada un debate titulado: «Vidas vigiladas. De los servicios web a los servicios de inteligencia».
«Asumimos que las tecnologías de la información poseen mecanismos para proteger nuestra intimidad -continúa el especialista-, pero en general lo que sucede es lo contrario. Si antiguamente, como hemos visto en tantas películas, la operadora telefónica era capaz de interceptar las comunicaciones en forma manual, ¿por qué pensar que ahora, que ya no está la operadora, esas prácticas no siguen existiendo?»
Con frecuencia, los ciudadanos suponemos que las innovaciones tecnológicas como Internet cuentan con dispositivos capaces de garantizar el derecho a la intimidad. Pero, mal que nos pese, Internet no fue pensado para eso. Cualquier parche adicional para proteger la privacidad de los usuarios es apenas eso: un parche. Por esta razón, lo que los especialistas aconsejan, en este punto, es no perder de vista que nadie mejor que nosotros para mantener lo que consideramos íntimo, privado, a salvo de cualquier instancia de control o vigilancia.
«Tenemos que recuperar la idea de privacidad. Eso es clave para el desarrollo de nuestra autonomía. De la misma manera, tenemos que interiorizarnos más acerca de los sistemas de vigilancia presentes en nuestra sociedad», apunta Ramiro Álvarez Ugarte, abogado y director del área de Acceso a la Información de la ADC.
De acuerdo con las revelaciones de la semana última, nuestro país fue víctima de espionaje por parte de otros países, como Estados Unidos e Inglaterra. Durante las celebraciones por el Día de la Independencia, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner se refirió al asunto. «Me corre frío por la espalda cuando nos enteramos que nos están espiando a todos a través de sus servicios de informaciones», sostuvo durante el acto, en Tucumán.
Pero así como, a nivel nacional, al parecer no contamos con suficientes garantías para evitar el espionaje de terceros, tampoco nosotros, como ciudadanos, tenemos lo suficientemente garantizado nuestro derecho a la privacidad.
Desprotegidos
En términos normativos, contamos con la ley 25.326 de protección de datos personales, aunque su aplicación deja bastante que desear. La Dirección Nacional de Protección de Datos Personales, órgano de control establecido por esa ley, sólo puede controlar las bases de datos federales. Por otra parte, la ley 26.032 enmarca todo lo que ocurre en Internet dentro de la libertad de expresión.
«Hay un dilema acerca de si los buscadores de Internet se pueden considerar bases de datos personales. Los que trabajamos en estos temas creemos que sí lo son, pero no hay jurisprudencia uniforme», analiza la abogada Violeta Paulero, también docente del curso de Posgrado en Protección de Datos Personales de Flacso, quien trabajó en la Dirección Nacional de Datos Personales.
La comercialización de bases de datos personales sin el consentimiento de los afectados es una actividad que no está regulada, ni mucho menos prohibida, según informó la especialista durante el encuentro. Tampoco existe garantía alguna frente a lo que el Estado hace con la información que obtiene de nosotros. «Debemos informarnos y educarnos sobre los límites de la legislación», recomienda Paulero.
Mientras la vida transcurre cada vez más en la arena virtual, los reparos acerca de lo que allí decimos y mostramos van en sentido contrario. Prueba de ello es el vínculo que muchos usuarios tienen con las redes sociales, especialmente en Facebook.
Álvarez Ugarte reconoce que, entre sus contactos en la red social, hay quienes, por poco, escriben en sus muros no sólo que se están yendo de viaje, sino también que dejan la llave debajo de la alfombra de la puerta. «En todo este tema, hay dos narrativas enfrentadas: la de la seguridad nacional frente al derecho a la intimidad. En nombre de la seguridad nacional, el Estado recolecta información de los ciudadanos. Pero hay un riesgo en no saber cómo la recolecta y para qué la usa. Lo cierto es que cuando nosotros señalamos este tipo de cosas, generalmente se piensa que se trata de riesgos abstractos», reconoce.
Pero aún los usuarios más cautos no están exentos de ser observados. «Cuando ingresamos en un sitio web, por ejemplo, al del diario Washington Post, hay otros 50 sitios que rastrean lo que se hace en él. El comportamiento en línea se ha convertido en un bien económico que se recolecta y se vende porque, se supone, permite predecir actitudes de compra», explica Chaparro, de Vía Libre.
¿Cómo poner un límite al fisgoneo permanente cuando, por otra parte, es tan poco lo que sabemos de él? «Las ONG que trabajamos estos temas nos enfrentamos ahora al desafío de comenzar a tener incidencia concreta -reconoce Álvarez Ugarte-. Sería muy saludable, por ejemplo, contar con una figura similar a la del defensor del Pueblo, pero que defienda nuestra privacidad.»
Fuente: La Nación