prop int04/10/2013

Por Beatriz Busaniche

Miles de prácticas cotidianas, valiosas culturalmente, constituyen delito penal en la Argentina.

El 30 de septiembre de 1933, el Boletín Oficial publicaba la Ley de Propiedad Intelectual Nro. 11.723 que hoy, 80 años después, sigue regulando un aspecto crucial de la vida social y cultural del país: la forma en la que producimos, distribuimos y accedemos a la cultura.

El sistema jurídico que hoy regula la propiedad intelectual en la Argentina fue pensado para un contexto social y tecnológico totalmente diferente del actual y se basa en el supuesto de que la forma correcta de incentivar la producción y publicación de más y mejores obras es otorgando monopolios limitados en el tiempo a los autores, lo que en teoría les otorga a los autores una herramienta para que dispongan de las obras que producen y puedan ganarse la vida con ellas.

Estas mismas corrientes suponen que la sociedad otorga voluntariamente estos privilegios a los autores, a fin de nutrir el dominio público y ampliar el acceso a más y mejores obras. En esa ecuación, todos deberíamos salir favorecidos. Sin embargo, la teoría dista mucho de la realidad actual, y la ley 11.723 está lejos de equilibrar la balanza, respetar el derecho de los usuarios y proveerles a los autores medios de vida dignos.

Diversos reportes de legislación comparada dan cuenta de que la Argentina tiene una de las leyes de propiedad intelectual más restrictivas del mundo. La ley carece de flexibilidades esenciales para la vida cultural y educativa del país: las bibliotecas infringen la ley cotidianamente porque no se contempla una excepción a favor de archivos y bibliotecas que les permita hacer copias para preservar los libros, para préstamo al público o para préstamo entre bibliotecas. Actividades docentes tan cotidianas como proponer armar una videoteca, armar un video con canciones populares y videos, escanear tres o cuatro páginas de un libro, adaptar un cuento para una obra de teatro o recitar materiales en clase son ilegales bajo la 11.723. Los propios artistas caen bajo las generalidades de la ley: un músico amateur que hace y comparte un mashup con sus canciones preferidas infringe la ley, lo mismo que un artista que parodia a otro, y los ejemplos siguen. Actividades tan inocentes como copiarse una canción de un CD a un MP3 son un delito penal, es decir, que puede ser castigado hasta con seis años de cárcel, según la 11.723.

El pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales, que tiene rango constitucional en la Argentina desde 1994, contempla que «toda persona tiene derecho a beneficiarse de la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora.»Sin embargo, este reconocimiento de los derechos de los autores no puede ser leído sino en consonancia con los restantes incisos del artículo 15, «el derecho de toda persona de participar en la vida cultural y gozar de los beneficios del progreso científico y de sus aplicaciones.»

Los comités de aplicación del pacto han sido explícitos al indicar que los derechos de autor contemplados en el pacto no son asimilables a los sistemas de propiedad intelectual vigentes y que si éstos impiden el ejercicio de otros derechos, deben ser modificados. La propiedad intelectual debe servir siempre a un fin social. Lo mismo expresan los economistas que evalúan la problemática desde otro costado muy diferente. Carsten Fink, economista en jefe de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, expresó, en un documento de 2009, que si una ley de propiedad intelectual no cumple con su fin social debe ser cambiada en lugar de infringida.

En la Argentina es casi imposible no infringir la ley de propiedad intelectual. Cuando compartimos una canción que nos gusta con un amigo, cuando fotocopiamos un apunte para estudiar, cuando los chicos remixan sus dibujitos preferidos, cuando copiamos un libro imposible de conseguir, cuando bajamos el último capítulo de nuestra serie preferida porque todavía no salió en la tele, cuando descargamos canciones de bandas no editadas en el país, cuando bajamos películas fuera de cartel, cuando contribuimos a subtitular alguna de esas películas que nos gustan, cuando publicamos fotos ajenas sin pedir permiso -aun citando la fuente- violamos la ley. Miles de prácticas cotidianas, valiosas culturalmente, constituyen delito penal en la Argentina.

Todo planteo o propuesta sobre una flexibilización de la ley de propiedad intelectual ha chocado hasta ahora con el cabildeo de una industria que pretende mantener el control sobre la circulación de las obras, de las entidades de gestión colectiva que administran presupuestos millonarios y y de algunos pocos artistas que, siendo los más populares, son a la vez los principales beneficiarios del sistema.

Sabemos que la ley penaliza prácticas socialmente útiles y relevantes, pero también sabemos que la ley no ha servido para que la mayoría de los autores e intérpretes pueda gozar del derecho a una vida digna. La regulación actual no parece responder a las necesidades de la diversidad cultural, pero tampoco lo hace con las necesidades de la gran mayoría de los autores.

Una regulación de derechos autorales adaptada a nuestro tiempo histórico debe necesariamente permitirle a los autores la posibilidad de trabajar y obtener un nivel de vida digno, respetando y promoviendo los derechos de acceso y participación en la cultura para toda la ciudadanía. La regulación actual no cumple con ninguna de estas premisas.

Compartir y participar en la cultura no es ni puede seguir siendo considerado un delito. A 80 años de aprobada la Ley 11.723, llegó la hora de exigir su jubilación.

Fuente: La Nación

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