Por Silvina Moschini
Aunque el caso Snowden ha renovado las preocupaciones por la privacidad en línea, la mayoría de los internautas cede y comparte voluntariamente grandes volúmenes de datos personales. Mientras tanto, el pulso entre visibilidad y privacidad parece definir la era de las redes sociales.
¿Dónde se archivan nuestros datos personales? ¿Quiénes registran nuestros historiales de búsqueda en la web y qué hacen con ellos? ¿Los gobiernos –el de EE.UU o el de algún país de la Unión Europea- siguen cada uno de nuestros pasos en la esfera digital? Aunque no son nuevos, estos interrogantes han cobrado enorme relevancia a partir del caso Snowden.
Las revelaciones de este ex agente de la CIA han desatado, en verdad, un auténtico dominó de conflictos políticos internos y externos y han puesto a la privacidad, tal vez como nunca antes, en el centro de todas las controversias. La opinión pública estadounidense primero, y la de todo el mundo después, reaccionó alarmada, poniendo el grito en el cielo ante el temor de estar asistiendo a la “muerte” la vida privada.
A primera vista, esa reacción escandalosa parece totalmente justificada: todos tenemos derechos sobre nuestros datos personales y es sensato que, en cualquier caso, seamos nosotros mismos quienes tracemos las fronteras de nuestros mundos privados.
Sin embargo, la propia noción de privacidad ha sido sustancialmente trastocada en la era digital desde el momento en que la mayoría de los servicios en línea que usamos –desde nuestro e-mail hasta la más reciente aplicación descargada– dependen de nuestra información personal para funcionar. Los datos son la moneda de cambio en la era de la información y los tan mentados “términos de uso” de cualquier plataforma indican, ni más ni menos, cuál es la “tarifa” para beneficiarse de sus servicios.
El reconocimiento de estas circunstancias no significa avalar los usos no autorizados de información personal. No obstante, es útil para contrastar que mientras muchas personas se inquietan ante la posibilidad de ser espiadas por organismos de seguridad, ceden con gusto un vasto de conjunto de datos para acceder a la aplicación de moda. El caso más emblemático es Foursquare, la aplicación de geolocalización que brinda información precisa y en tiempo real sobre los lugares por los que se desplazan sus usuarios.
Visibilidad y privacidad
Aun perteneciendo a la clase de usuarios que llevan un moderado control sobre lo que muestran en las redes sociales, la tendencia a compartir cada vez más aspectos de nuestra vida –desde fotografías hasta posturas ideológicas– parece irrefrenable. “Nos preocupamos por el gobierno, pero somos un ‘libro abierto’en las redes sociales”, decía recientemente la periodista de The Guardian, Lindsey Bever, dando una descripción certera sobre la paradoja de lo que significa “compartir” en esta era digital.
En este escenario, queda claro que el afán de visibilidad triunfa holgadamente sobre la “letra chica” de los términos y condiciones. La amplía mayoría de los usuarios pasa por alto los “detalles” de la implícita relación contractual que establece al utilizar cualquier servicio. Incluso es curioso que muchas polémicas en torno a las redes sociales hayan detonado más por cuestiones de propiedad sobre los contenidos que por intromisiones en la esfera privada. El caso más resonante fue el de Instragram, que a principios de este año conoció el enojo de cientos de miles de seguidores cuando intentó modificar sus condiciones. La cláusula que despertó la controversia fue la posibilidad de que la empresa vendiera a compañías de publicidad las fotografías tomadas por sus usuarios. Finalmente, la modificación no vio la luz.
Polémicas aparte, lo cierto es que la era digital está redefiniendo las relaciones humanas y, con ellas, el propio concepto de privacidad. Lógicamente, estas transformaciones no deberían implicar que el flujo de datos personales se vuelva caótico. Sin embargo, los usuarios deben ser más conscientes que nunca acerca del valor de sus datos y de las consecuencias de su visibilidad.
Fuente: Infobae