If you have something that you don’t want anyone to know, maybe you shouldn’t be doing it in the first place”. Eric Schmidt
Es tema frecuente de debate, quizás el argumento estrella contra las redes sociales, el de la defensa del derecho a la intimidad. En otros términos, Internet cambia, disminuye, hace para algunos imposible, mantener la privacidad de los datos que no queremos compartir.
Compartimos mucho, posiblemente cada vez más en las redes sociales. Transmitimos en directo (real time web, lifesreaming), nuestras vidas, opiniones, relaciones, conexiones, conocimientos.
Y no voy a negar que me resulta inquietante la despreocupación típica de los jóvenes al respecto de lo que publican (campañas como Think before you post resultan, en mi opinión, bastante adecuadas), incluso el comportamiento de empresarios explotando en su beneficio datos de sus empleados en los sitios de redes sociales (recordad el reciente caso de una empleada de baja que fue despedida a partir de informaciones sobre fiestas que publicaba en Facebook), pero lo que es ya indudable es que vivimos un fenómeno para el que no hay vuelta atrás.
El Sharismo de Mao, la generosidad letal de Owyiang, lo que hacemos cuando compartimos a diario en la web, suponen expresiones de la conciencia creciente de los beneficios, en cuanto a transparencia, de lo público, así como de lo peligroso de herramientas, instituciones y usos basados en el secreto y la privacidad.
Es la Sociedad de la transparencia, con connotaciones tan positivas como la apertura, la autenticidad, la tolerancia o la inclusión de lo diverso. También la de la vuelta a la plaza pública, nuevas formas de soporte “de proximidad emocional”, de conexión permanente a las comunidades que se eligen, la empatía, la solidaridad, elevando el tono metafísico y recordando a Kevin Kelly, la unidad en una nueva conciencia universal.
Escribía García Márquez que todos tenemos tres vidas: la pública, la privada, la secreta. Y podríamos decir que cada vez son más difusos los límites entre las mismas, cada vez más difícil encapsular una información que es fluida por naturaleza, casi caótica en cuanto a su funcionamiento en ecosistemas de redes, en ninguna antigua categoría preestablecida.
El tema da lugar a la película cuyo cartel os dejo a la derecha. Refleja que el orden de las cosas ha cambiado, o a la observación de Eric Schonfeld: si antes vivíamos en privado, abriendo algunas áreas al interés público, ahora es al revés, vivimos en público y elegimos qué partes de nuestras vidas mantenemos en privado. Lo público es, en términos que todos entendemos, el nuevo “default”.
Stowe Boyd recuerda cómo podemos llamar a la nueva definición de nuestra relación con el mundo, “publicy”.
Antes decidíamos qué aspectos de nuestra privacidad convertíamos en públicos, ahora debemos decidir qué preservar y trabajar de forma activa para lograrlo.
La película que tenéis a la derecha, con diez años de rodaje, We live in Public analiza el efecto de la web en nuestra sociedad. Es importante el papel de Josh Harris, llamado a veces el “Warhol de la web”, fundador de Pseudo.com, la primera televisión en Internet en los 90.
Fue entonces que empezaba la experiencia de “Quiet”, en un subterráneo en el que 100 personas vivían juntas y eran permanentemente grabadas. Harris probaba la tendencia a vender nuestra privacidad a cambio de conexiones, de reconocimiento, de una relevancia que es más difícil de conseguir a medida que crece el fenómeno de las redes sociales.
Seis meses viviendo con su pareja bajo 24 horas de vigilancia electrónica le llevaron al “colapso mental” que define.
Reitero mi visión optimista: quizás el cambio desde la privacidad por defecto a la publicidad por defecto es el precio que hay que pagar por la autenticidad, la apuesta por la transparencia. Y eso no significa renunciar a la primera. Serán necesarias regulaciones y una vez más, educación. Deberemos, simplemente, entendiendo la gestión de la privacidad como una nueva Competencia, aprender, enseñar a protegerla.
Eso sí, tenemos un Plan B. Y empiezan a surgir, además de movimientos ideológicos, negocios entorno a la desaparición de la identidad digital. Poco antes de publicar este artículo me llegaba la Web 2.0 suicide machine, un servicio que hace exactamente eso, desconectarnos de las redes, además con bonitos mensajes de despedida).